PERDON DE PECADOS
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    La Iglesia ha recibido de su Fundador Jesucristo la potestad de perdonar los pecados cometidos después del Bautismo. Ha sido un don que refleja la misericordia divina y un gesto para hacer constar la participación salvadora que Dios otorga a los hombres.
    La Iglesia considera como dogma que debe ser reconocido y defendido su poder de perdonar pecados. Cristo comunicó a los Apóstoles y a Pedro personalmente ese poder y quiso que lo ejercieran en todo el mundo.
    Fue el poder que El mismo tenía y que desconcertaba a quienes le escuchaban proclamarlo. "Dijo al paralítico: "Perdona­dos te son tus pecados". Ellos decían: “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?" Jesús les dijo: “¿Qué es más fácil, decir "perdonados te son los pecados", o decir "levántate y anda"? Pues, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados, "levántate", dijo al paralítico, toma la camilla y vete a tu casa”. Al instante su puso en pie y marchó para su casa." (Mt. 9. 2-9).
    Los Apóstoles transfirieron el poder a sus seguidores. A lo largo de los siglos se fueron perdonando los pecados y prolongando la misericordia del Señor reflejada en esa atribución.

 

    1. Perdón como poder

   Hay que prescindir de la idea de poder como fuerza, como instrumento o capacidad de imposición. Es más bien el poder ministerial de servir desde actitudes misericordiosas y de ayudar a los hombres a vencer el mal.
  
   1.1. Afirmación bíblica

   Existen tres referencias fundamentales en el Nuevo Testamento en lo referente al poder de perdonar pecados: la concesión personal a Pedro, la transmisión a los Apóstoles, el eco en los primeros cristianos que se refleja en las cartas apostólicas del Nuevo Testamento.

   1.2. Concesión a Pedro

   Es algo singular y personal. Cristo quiso una Iglesia jerárquica y Pedro fue designado como cabeza. Entre sus atribuciones capitales, Jesús le otorgó el poder de perdonar. El lugar del Evangelio más claramente referido a ese poder aparece en la conversación que Jesús tiene con él y con los Apóstoles.
   "Preguntó a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Ellos contestaron: Unos dicen que Juan el Bautista; otros que Elías; y algunos que Jeremías o algún profeta.
   Jesús les preguntó a ellos: Y voso­tros, ¿quién decís que soy yo?
   Tomando la palabra Simón Pedro declaró: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
   Entonces Jesús le declaró: Dichoso de ti, Simón, hijo de Juan, porque nin­gún hombre te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra voy a edificar mi Iglesia. Y el poder del infierno no podrá nada con ella. A ti te daré las llaves del Reino de Dios. Lo que ates sobre la tierra quedará atado en el cielo. Y lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo."  (Mt. 16. 13-20)

    1.3. Concesión a los Apóstoles

    Las mismas palabras se la dijo Jesús a sus Apóstoles: "En verdad os digo que lo que atéis en la tierra queda atado en el cielo y lo que desatéis en la tierra queda desatado en el cielo." (Mt. 18.18). Con ellas se indica el sentido de ese poder de las llaves y quiénes son verdaderamente los depositarios de tan singular poder.
    Son palabras que se refuerzan con el testi­monio de Juan en torno a la primera aparición de Jesús: "La paz sea con vosotros. Como el Padre me envió a Mí, así os envío yo a vosotros. Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados. A quienes no se los perdonéis, les quedan sin perdonar." (Jn. 20.10-22; Lc.24. 47)
   Jesús concedió, pues, a sus seguidores, como medio de cumplir su mandato de evangelizar al universo entero, el poder perdonar los pecados. La Iglesia desde entonces ha sentido admiración, como en su tiempo lo sintieron los judíos, por esos hechos del perdón. La responsabilidad de la Iglesia de ir por el mundo perdonando los pecados a los hombres y aplicando los méritos de Jesús a todos los que quieran acoger ese perdón alentó su camino.

    1.4. En las Cartas Apostólicas

    Además de los testimonios sobre los Apóstoles en los Evangelios, hallamos ráfagas de vida cristiana de los primero momentos en las cartas atribuidas a los Apóstoles. La referencia al perdón es frecuente en ellas. En las catorce de Pablo, o a él atribuidas, habla del perdón de los pecados por los méritos de Cristo unas 30 veces.
    En las otras siete atribuidas a otros Apóstoles se alude a la idea otras 20 veces. No dejan lugar a dudas de que los primeros seguidores de Jesús comprendieron bien el mensaje del perdón y lo fueron transmitiendo una vez que los Apóstoles fueron desapareciendo del mundo. (Apoc 1. 18 y 3. 17)
    San Pablo lo escribía: "Si tus labios proclaman que Jesús es Señor y crees de corazón que Dios le hizo surgir triunfante de la muerte, entonces estás sal­vado. Porque se precisa fe interior en el corazón para que Dios restablezca la amistad y se necesita pública proclamación de esta fe para obtener el perdón." (Rom. 10. 9-10). Y repite insistentemente su mensaje del perdón: Ef. 5. 5; 1. Cor. 6. 9; Gal. 5. 16.
    Las llamadas cartas de San Juan, de modo especial la primera, contienen una singular apología sobre la necesidad y la existencia de ese perdón y la conveniencia de confesar con humildad el pecado para obtenerlo.
    La Iglesia es consciente de que Jesús le ha concedido el "poder de perdonar los pecados" como misión, como derecho y como poder. Es poder equivalente al que El mismo recibió del Padre. Y Jesús lo manifestó en hechos, en parábolas, en gestos hermosos. Nada hay tan abundante en los Evangelios como los "momentos del perdón" de Jesús. Basta abrir el Nuevo Testamento al azar y encontramos referencias a ellos.
    Pero la Iglesia no cumple con esa misión de una forma automática y como quien reparte una cosa sin valor. Madre y Maestra como es ha ido reclamando con adaptación y tacto formas de acceder a ese don. Exige fe, pero exige conciencia y aceptación del mismo.
    Ilumina las mentes y los corazones. Quienes tienen fe llegan al perdón. Quienes no acogen a Dios por la fe no pueden recibir la salvación.

 

 

   

 

 

    2. El perdón en la Historia

   A lo largo de la Historia, todos los santos y escritores cristianos vieron en las palabras del Maestro a Pedro el poder que Jesús daba a su Iglesia de perdonar los pecados. El poder concedido tenía una función sanativa y un significado misericordioso. Y es que Jesús vino a salvar a todos los hombres con su muerte redentora, pero quiso que esa salvación pasara hacia ellos por manos de los mismos hombres.
   Lo esencial del mensaje se mantuvo en la mente de los creyentes. Los modos de administración se adaptaron a las circunstancias, a las culturas y a la misma evolución de la Iglesia, compuesta de hombres caminantes.

   2.1. Tiempos antiguos

   Además de los textos del Nuevo Testamento, hubo otros escritores que testi­ficaron las creencias y prácticas cristianas. En los primeros momentos, la Didajé recoge la exhortación a que todos han de hacer penitencia y confesar los pecados antes de asistir a la celebración de la Eucaristía: "Reuníos en el día del Señor, romped el pan y dad gracias después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro". (14. 1)
   La Iglesia así lo entendió y cuando, ya desde los primeros tiempos, resumía en el Credo lo que era su fe, insistía en la expresión "creo en la Santa Iglesia y creo en el perdón de los pecados".
   Las consignas y recomendaciones de los antiguos Padres son innumerables. San Clemente Romano (hacia el 96), rogaba a los desobedientes de Corinto que se sometieran a los presbíteros y "recibieran la corrección como penitencia, doblando las rodillas del corazón" (Carta a Cor. 57. 1).
   San Ignacio de Antioquía (+ hacia 107) decía que sólo los que hacen peni­tencia reciben el perdón del Señor: "A los que hacen penitencia el Señor les perdona si vuelven a la unión con Dios y a la comunión con el obispo" (Filad. 8. 1 y 3.2).
  El rigo­rista Tertuliano, declaraba el poder de perdonar a la Iglesia, pero negaba la posibilidad del perdón a pecados como el adulterio, el homicidio y la apostasía (De pudicitia 6), pidiendo a los pecadores que se sometan a la "exhomológesis" o confesión pública para recibir penitencia y absolución a fin de ser recibidos de nuevo en la comunidad de los fieles.
 
   2. 2. Tiempos recientes

   Los siglos posteriores multiplican los testimonio sobre el perdón de los pecados por parte de la Iglesia, Cayeron en desuso las prácticas rigurosas de la penitencia. Se reemplazaron los sacrificios, ayunos y limosnas, por plegarias sencillas y asequibles.
   Todavía en los catecismos más recientes se dicen cosas tan hermosas como las del Catecismo de la Iglesia Católica: "El ministerio del perdón no lo cumplieron los Apóstoles y sus sucesores anunciando sólo a lo hombres el perdón de Dios merecido para nosotros por Cristo y llamándonos a la conversión de la fe, sino comunicándoles también la remisión de los pecados por el Bautis­mo y reconciliándolos con Dios y con la Iglesia, gracias al poder de las llaves recibido de Cristo.
    Por eso decía S. Agustín: "La Iglesia ha recibido las llaves del Reino de los cielos, a fin de que se realice en ella la remisión de los pecados por la sangre de Cristo y la acción del Espíritu Santo. En esta Iglesia es donde revive el alma que estaba muerta por los pecados, a fin de vivir con Cristo, cuya gracia nos ha sal­vado".
    No hay ninguna falta grave que la Iglesia no pueda perdonar. Cristo que ha muerto por todos los hombres quiere que en su Iglesia estén abiertas las puertas del perdón a cualquiera que se arrepienta del pecado". (N° 981-982)

  3. Negadores del poder.

   Algunas sectas desgajadas del primitivo cristianismo consi­deraron demasiado blanda a la Iglesia por usar de tanta misericordia con los pecadores y fueron adoptando posturas opuestas a la fácil remisión de pecados significativos.
   En alguna ocasión negaron que los pecados graves pudieran ser perdonados simplemente porque la Iglesia no tiene, según ellas, poder para perdonar. Tales fueron los montanistas a los que perteneció Tertuliano en la segunda parte de su vida. Excluían del perdón los tres pecados citados: aposta­sía con idolatría, el adulterio y el homicidio.
   Los novacianistas rehusaron readmitir de nuevo en la Iglesia a los que habían renegado de la fe. Se desencadenó una polémica después de la persecución de Decio (249-251) en la que hubo muchos cristianos que sacrificaron a los ídolos para no morir entre tormentos y luego, arrepentidos, pidieron su readmisión. Las opiniones sobre si los apóstatas (lapsi) podían volver a la Iglesia se hicieron encontradas. Ante los negadores, San Cipriano (205-258), Obispo de Cartago, en su escrito "De Lapsis" y en sus car­tas, exigió admitir de nuevo en la comuni­dad eclesiástica a los apóstatas, lo mis­mo que a los demás pecadores, si daban señales de arrepentimiento y hacían penitencia. Condenó a Novaciano (248-330­?) por su rigor y defendió el deber de la Iglesia de ser misericordiosa.
    En la Edad Media resurgieron las actitudes rigoristas y espiritualistas en diver­sas sectas o grupos opuestos al perdón fácil. Los valdenses y los cátaros, los wiclefitas y los husitas, entre otros, re­chazaron la autori­dad sagrada en la Iglesia. Defendieron que todos los laicos son capaces de perdonar por estar bautizados y ser seguidores de Jesús. Pero declararon que el perdón sólo se puede ofrecer en con­tadas ocasiones y después de una vida muy piadosa y rigurosamente penitente.
    Wicleff declaró superflua e innecesaria la confesión externa (Denz. 587), porque el perdón sólo puede venir directamente de Dios y ningún hombre puede hacer de intermediario. Esta actitud sería renovada un siglo después por los reformadores protestantes que, aunque inicialmente admitieron la acción penitencial como tercer sacramento, junto con la Cena y el Bautismo, (Conf. de Aug. art. 13), luego la rechazaron como coherente con la defensa a ultranza que hicieron de la única intermediación posible que es directamente la de Jesucristo para obte­ner la justificación

 
 

 

   4. Justificación y penitencia

   La penitencia no es el perdón, sino la condición del perdón. El perdón es el acto divino por el cuál se anula el pecado. Ese acto divino para los protestantes se produce directamente sin necesidad de nadie que interceda o lo certifique. En la doctrina católica, la intermediación humana, sacramental, es decisiva.
   El hombre, a través del sacramento penitencial o de otras acciones intercesoras, hace de intermediario entre el pecador y Dios. Sirve de cauce en la petición del perdón y sirve de cauce en la conce­sión del perdón, formulando la absolución, en nombre de Dios que es quien realmente perdona.
   El gesto significativo de la petición de perdón: arrepentimiento, humillación, cambio de vida, es la penitencia. Con ella se purifica la conciencia en lo humano y en lo divino y se dispone el ánimo, la inteligencia y la voluntad, para recibir el perdón. El gesto de la absolución hace efectiva la justificación.
   La justificación implica la destrucción total, la aniquilación del pecado. No se trata sólo de una no imputación, un encu­brimiento, pero dejando intacto el pecado latente en el alma. La doctrina católica declaró en oposición frontal a la protestante que la destrucción es total, en virtud de la muerte redentora del Señor aplicada a cada pecador concreto.

    4.1. Perdón sin excepción

    De la naturaleza del perdón divino, aunque se otorgue por la intermediación de la Iglesia, no se deduce que existan pecados imperdonables. Esta hipótesis se opone al poder divino y a la grandeza de la misericordia de Cristo.
    Cualquier pecado, por monstruoso que sea, y cualquier número de pecados, por abundantes que resulten, entran en las posibilidades del perdón. La plenitud de la redención, infinita por ser Jesús quien era, no permite otra alternativa.
    El Concilio de Trento se encargó de recalcar la universalidad del perdón de todos los pecados y de recordar la tradición de la Iglesia. Renovó las condiciones y la disciplina para obtener el perdón, cuidando de reclamar el mayor beneficio de los pecadores arrepentidos y convertidos. (Denz. 911 a 925).
   Inclu­so en relación a aquellos pecados que se llaman reservados, el Concilio determinó que, en situación de muerte, ninguno tuviera la limitación del perdón que la Iglesia pudiera reclamar por motivos de su gravedad o por otras razones pedagógicas. Cualquier sacerdote, sean quien sea, puede absolver cualquier pecado, sea como sea, ante el instante supremo del morir. (Denz. 903)
    Por otra parte, como los hombres son débiles y puede caer de nuevo en pecado, la naturaleza sanativa de la penitencia reclama que se pueda repetir tantas veces como sea necesario para recuperar la gracia divina si se ha perdido.
    El poder de la Iglesia es capaz de perdonar sin excepción todos los pecados cometi­dos después del Bautismo. Abarca también a poder perdonarlos cuantas veces sea necesario sin limitación.

   4.2. Motivación el perdón

   No puede ser otra que la misericordia divina administrada por el mismo Cristo y, en su nombre, por el ministro eclesial.
    Los ejemplos del perdón de Jesús fueron abundantes. Y Jesús confió a la Iglesia (Jn. 20. 21) su propia misión divina, en la cual está incluido no sólo el anuncio de un mensaje, la Palabra, sino también la comunicación de una vida. En esta segunda dimensión eclesial es don­de se inserta la administración del perdón de los pecados: Jn. 7. 53 y 8. 2; Mt. 9. 2; Mc. 2. 5; Lc. 5. 20; Lc. 7. 36-50; Lc. 23. 43; Mt. 26. 75. El Señor dio con claridad la razón al respecto: "He venido para salvar lo que se había perdido": (Lc. 16. 10)
    El ejemplo de los Apóstoles fue clarificador en este sentido. S. Pedro excusa a los judíos, incluso por haber matado al Señor y lo atribuye a ignorancia (Hech. 3.17). S. Esteban perdona incluso a los que le están apedreando, exactamente como había hecho Jesús en la cruz. (Hech. 7. 60). S. Pablo declara perdonado al incestuoso de Corinto (2 Cor. 2.10)
    Los textos evangélicos que parecen restringir esa universalidad del perdón reclaman una correcta exégesis en el contexto misericordioso del Evangelio: Mt. 12. 31; Mc. 3. 28; Lc. 12. 10; Hebr. 6. 4-6.
   Sólo en los lugares en que se habla de obstinación de corazón parece aludirse a la dificultad del perdón. Pero si alguna dificultad de perdón se puede admitir se debe sin duda más a la oscuridad mental del peca­dor o a su malevolencia que a la limitación misericordiosa del Señor.
   Hasta el texto más difícil de entender, el de 1. Jn. 5.16, es preciso entenderlo en ese contexto. Esa Epístola dice: "Si alguno se da cuenta de que su hermano peca en algo que no acarrea la muerte, ore por él y Dios le dará vida... pero hay un pecado que acarrea la muerte. No digo que se rece por ese.". Incluso supo­niendo que hay un pecado de obstinación contra el mismo Espíritu Santo, hay posibilidad de salva­ción.
   La Iglesia siempre lo entendió así. San Ambrosio decía: "Dios no hace diferen­cias; ha prometido a todos su misericordia y concedió a sus sacerdotes la autoridad para perdonar sin excepción algu­na." (De poenit. 13. 10)

 

  

 

   

 

 

 

 5. Ejercicio del poder

   El modo ordinario de la Iglesia de ejercer el poder de perdonar es precisamen­te el sacramento de la Penitencia. Es el signo sensible establecido por el mismo Cristo. Pero es conveniente no reducir el perdón al sacramento. La Iglesia, en cierto sentido, a través de la Historia debe, como siempre lo hizo, abrirse a otros gestos de perdón.
   Ha promovido el olvido de los males y ha reclamado en los cristianos actitudes y posturas de misericordia hacia el mundo; ha exigido misericordia con los pobres y postulado formas de justicia so­cial; ha intercedido por los explotados y ha luchado por la libertad de las personas, por la igualdad de las razas y de los sexos y por la rehabilitación de los marginados. Sobre todo ha proclamado la caridad donde dominó el egoísmo y la paz donde predominó la violencia.
    Esas y otras formas similares se hallan engarzadas en la lucha de la Iglesia contra el mal y el pecado.  La misión sanativa de la comunidad cristiana es mucho más extensa, más intensa y más misteriosamente dinámica que la acción sacramental estricta.